Comentario
A mediados del siglo VI a. C., el panorama artístico etrusco sufre un vuelco completo. Hasta entonces, los sistemas que habían regido la evolución de la cultura tirrena habían sido los comunes en todo fenómeno de aculturación: contactos comerciales, intercambio de ideas, enriquecimiento del pueblo receptor tanto en el campo económico como en los aspectos míticos y religiosos, establecimiento de artesanos aislados y de importancia artística muy secundaria...
De repente, sin embargo, se desencadena en el Mediterráneo oriental un fenómeno de enormes consecuencias. La formación del Imperio persa provoca en Asia Menor una situación insostenible: tras un período de tensiones, Ciro derrota a Creso (546 a. C.), borra de un plumazo el reino de Lidia y se presenta con su poderoso ejército a las puertas de las ciudades griegas de Jonia. Cunde una oleada de pánico inmediata, y muchas gentes huyen hacia el occidente; incluso una ciudad entera, Focea, decide embarcarse en masa y dirigirse a su colonia de Alalia, en Córcega.
Este amplio movimiento de gentes de todas las clases sociales supone, allí donde llega, una importante conmoción. Los fugitivos se abren camino a veces con las armas en la mano -sabida es la lucha que opuso a etruscos y focenses-, pero, de cualquier modo, logran insertarse en ambientes nuevos, y en ellos introducen sus conocimientos, sus creencias, sus modas y su habilidad artística. Pronto se impondrán en Atenas los gustos y la vestimenta de Jonia, pronto lo jónico teñirá el mundo itálico, y hasta se hará sentir el estilo jónico en la plástica ibérica.
Dentro de esta oleada general, no faltan los artistas importantes; y de ellos, no pocos recalarán en las costas tirrenas, deseosos de rehacer allí sus vidas. Esto complica singularmente las aportaciones griegas al arte etrusco: por una parte, la cerámica ática, que ha sustituido a la corintia, predomina ya en las importaciones, y es fuente de inspiración para ciertos artesanos locales; por otra, los artistas inmigrados, portadores de su arte peculiar, atraen la atención y el interés de comerciantes y aristócratas.
A corto plazo, son éstos quienes controlarán por completo la producción de calidad. Basta, para darse cuenta, comprobar hasta qué punto las imitaciones de la cerámica ática de figuras negras, en manos del Pintor de Micali o de otros tan toscos como él, muestran su inferioridad artística frente a los talleres de raigambre jónica, como el de la cerámica póntica de Vulci, dirigido por el Pintor de Paris, o, sobre todo, el de las animadas, multicolores y vitalistas hidrias de Caere, sin duda uno de los capítulos más brillantes del arte jónico en el exilio.
Para observar claramente la diferencia estilística entre el arte de tradición dórica que dominó la primera mitad del siglo VI y el jónico que toma ahora el relevo, nada mejor que comparar dos estelas de idéntica iconografía: la de Aule Tite, noble guerrero de Volterra, y la de Larth Ninie, procedente de Fiésole. La primera, de hacia 560 a. C., nos muestra un personaje de formas geométricas, cuadrangulares, estables, todo musculatura; su angulosa cabeza ostenta un peinado de pisos característicos. Frente a él, Larth Ninie, que debió de morir treinta o cuarenta años después, resulta esbelto, delgado, con sus músculos en tensión y presto a ponerse en movimiento. Sus facciones alargadas, su cabeza oval de frente huidiza y sus ojos largos, almendrados, se completan con una ondulada cabellera de blandos bucles.